El advenimiento.

Es muy distinto todo ahora. Las fumarolas encendidas de los basureros en llamas, anuncian que el frío por fin se ha asomado. Allí yacía él, petrificado ante el paisaje urbano al que estaba acostumbrado, pero del que no había logrado enamorarse. Han pasado dos años desde su última vista y a pesar de las diferencias aún se pregunta ‘¿realmente habrá cambiado algo?’.

Sus manos ya no son las mismas, sus ojos no miran igual. Su corazón palpita a un ritmo inocuo y su rostro refleja el cansancio de los años. Nunca tocó el piano o entregó el poema que escribió para su padre. Aún carga la vieja mochila repleta de resentimientos. Aún le duele lo incurable. Sin embargo allí, de pie frente a un mundo que no se detiene, se detuvo él. Se detuvo a sembrar raíces en su mirada e intentar abofetearse a sí mismo por testarudo. Frenó su paso y pidió perdón porque sabía que jamás volvería; que con nostalgia por mucho este recorrido sería su despedida.

Los errores no son gratis. Y al no tener suficiente valor para saldar su deuda, decidió rendirse. Sus pies se negaban a caminar inertes por las vías férreas de un espejismo. Recordó al viejo indigente que con su mirar le dictó su destino. Un reflejo de la apuesta y las medallas rotas; jugar a ser dios es de cobardes. Se quitó la vida tantas veces, mientras volvía a sus espaldas el jersey azul de cuello verde. Construyó tantas veces las mismas murallas, que ya sus manos no podían ser fuertes.

De rodillas cayó al asfalto, rompiendo aún más sus pantalones y su rabia. Rogó con ansias el adiós concedido. Pidió ese deseo al viento, tal cual lo hizo cada domingo. Cada primero de enero a la luz de aquel abismo, donde alguna vez dejó que volasen sus cartas, sus letras ciegas, su gloria bastarda. Sabía que su voz era escuchada aún cuando estuviese gastada, pero su petición parecía hacerse aguardar, en medio de una sala de espera llena de arrogancia, donde se escuchaban los gritos de auxilio de una duda pariendo esperanza.

Solo se puede volver a comenzar cuando la batalla la gane el olvido. Triunfo voluntario de la resignación. Ató sus botas nuevamente, miró con desprecio a toda la gente. Volvió a sacudir sus hombros para arrancar el polvo de las puertas que nunca cerró. Con su puño cerrado y una lágrima a cuestas, un último verso susurró. Hora de muerte, tres con veintitrés.

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Imagen «Agoniza el tiempo», autoría propia.

Este es un relato hermano de «Adagio: Un adiós concedido» (2014) y de «Volver a comenzar: Un soneto de olvidos» (2016). Este relato da fin a la trilogía de historias reflexivas en torno a la vida, el arrepentimiento y el tiempo. 

Luz de medianoche

Siento que se me acaba el tiempo
el tiempo se acaba y yo sigo quieto
quieto en la penumbra de un sueño
sueño que se disuelve en la rabia y el estruendo.

Siento que la vida es tan solo un momento
un momento de repeticiones galopantes al viento
viento que devuelve la raíz de hechos
hechos que violentan la paz de mis viejos.

Siento que no avanzo y que se me agota la fe
fe que abunda en la boca de mi madre mientras yo me muero de sed
sed que se alimenta de mis miedos y mis males
males que atormentan con duda discursos fundamentales.

Siento como la piel arde ante la zozobra
zozobra que silencia con los años mi derrota
derrota que recuerda la herida abierta
tan abierta como está la puerta de mi espalda rota.

Y, ¿qué si usted se vuelve citadino de este caudal de ruidos necios distraídos?

Y, ¿qué si usted se vuelve la burla ciega de los fallecidos?

La vida se sienta a ver como tejen las marmotas, como saca a pasear la política a sus mascotas.

Y, ¿qué si usted se sienta frente a frente, a este rostro que lleva marcadas las mentiras más corrientes?

Y, ¿qué si usted se olvida por un momento de mi nombre?, para abrazarnos vagabundos a la luz de media noche.

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«Empty», Unknown author. 

La Doña Muerte

[Coro]
 
Y yo bailo con ella, bailo al ritmo de un vals
Coqueteo con sus cejas
La doña muerte y su ritual
Le lanzo besos y no me detiene
Celebra bodas en mi funeral
Sabe muy bien que es lo que quiere
Y a quien al diablo ha de entregar.
 
Las campanas de la iglesia acusan
En un pueblo ajeno donde me fui a pasar
Con las penas descalzas y las consciencia sucia
Tomando vino en el solar
Borracho estaba ya de la angustia
Y me dispuse a celebrar
Que la vida no siempre es justa
Y no por ello me negaré a bailar
 
Y es que se anuncia prominente
Juega de astuta, sabe engañar
Con flores rosa la santa muerte
Barre la escoria, sale a probar.
 
[Coro]
 
Y yo bailo con ella, bailo al ritmo de un vals
Coqueteo con sus cejas
La doña muerte y su ritual
Le lanzo besos y no me detiene
Celebra bodas en mi funeral
Sabe muy bien lo que quiere
Y a quien al diablo ha de entregar.
 
Sabe muy bien a quien he besado
Y que mis labios saben a sal
Lleva un recuento de mis pecados
Mentiras turbias y sexo casual
Sabe que olvido las intenciones
Y que de noche me suelo disfrazar
Sabe que tiento a los temores
Y me revuelco con Eva y Adán.
 
[Coro]
 
Y yo bailo con ella, en una danza tribal
Coqueteo con sus tetas
La doña muerte y su ritual
Llego a besarla y no me detiene
Celebra vidas en mi funeral
Sabe muy bien a quien no quiere
Pero a este diablo se ha de entregar.
 
Ay ay ay la doña muerte
Traigan las velas que ya es noviembre
Abran las telas de su portal
Ay ay ay la santa suerte
Lanza los dados, todo es azar
Caducan años muy lentamente
La doña muerte ay ay ay nos va a llevar.
catrina-a-la-marilyn

«Catrina a la Marilyn» Autor desconocido. 

Un nuevo día.

Se despertó algo tarde, eran más de las nueve seguramente. Habían sido días agobiantes, el cansancio físico le machacaba su espalda y sentía como si cargara toneladas. Decidió no ir a trabajar. Se quedó sentado por varios minutos a la orilla de su cama, mirando por la ventana. Aquella mañana de Julio que se suponía debía ser tibia y soleada, pintaba gris. Las ramas de un árbol vecino que se asomaban, se balanceaban sin ganas por el aire, oscureciendo sus verdes, no cantaban. Los pajarillos deambulaban sin rumbo ni sentido, como resignadas hojarascas que se arrastran a donde les diga el viento.

Miró sus manos entonces. Miró la marca que había dejado la soga de la noche anterior. Ya no le quemaba, pero el dolor trascendía lo físico y sensorial. Le dolía lo que no se podía tocar, lo que no se podía siquiera explicar. ¿Estaré volviéndome loco? -pensó. Fue al cajón de las pastillas y sacó un par de analgésicos. En su cabeza había más inquilinos de los que podía albergar, la bulla se había vuelto insoportable y ya no sabía cómo actuar. Perdió el control. Por tercera vez, su cuerpo se atrofió. Sus manos se doblaban retorciendo cada músculo. Sus piernas le temblaban bañadas en orín. Caía al suelo mientras sus pulmones desesperaban por una bocanada de aire. Sus ojos derramaban lágrimas de azufre por no poder salvarse.

Cuarenta y siete minutos pasaron. Se encontró de pronto divagando por las calles. Sus lentes oscuros le ocultaba la tragedia a los mortales. Se sentó en el parque en el que solía antes escribir. Donde desde niño se paseaba e imaginaba historias. El mismo lugar que fue testigo de sus derrotas y de sus triunfos. El tiempo se detuvo. Sutilmente se detuvo y todo lo demás se detuvo con él. Fue entonces que tuvo fuerzas de nuevo para ponerse de pie y sujetarse a sí mismo. Tomar su pluma de incoherencias y clavarla en su sien. Gota por gota, se derramaban los recuerdos que tanto amó. Aquello que le dolía también huía de su entorno, se escapaba a la velocidad de un convicto en fuga. Cayó al suelo, sin saber nada más.

Como cuando escribió «A la espera«, se encontró a sí mismo en aquella banca, del mismo parque y con las mismas ansias. Pero ya no había nadie. El desfile de personas y memorias ya no estaba. Ni la niebla, no había nada. Solo una repugnante calma y un silencio ensordecedor. Miró a su alrededor como buscando señales, un motivo, una razón. Yació sentado sin poder movilizarse. Sus piernas se entrecruzaban tal cual nudo y no sucedía nada. De pronto, entre la maleza, sacudióse el arbusto más pequeño, el más obtuso. Salió de él un viento helado, el mismo que le perseguía con y le sacaba de su status quo. Dejó asomar entre sus ramas una silueta particular. Un rostro humano, con la cara cubierta en barbas. Le miraba sin pestañear. Sabía que aquella figura saldría en cualquier momento, a tocar su hombro y desaparecer con el viento, tal cual lo habían hecho todos los demás. Pero antes de que eso sucediera, tiró con todas sus fuerzas para de golpe ponerse de pie.

Sé quien eres. -Le dijo enfadado.

Sé lo que quieres y lo que haces aquí. Sé que vienes a preguntarme cosas, a tocar mi hombro y a huir. Sé lo que pasó hace cinco años, sé que volvió  por ti. Sé de las muertes y los pedazos, sé tanto de ti como lo puedes saber tú de mí. Y eso me hace daño. ¿Sabes que maté a mi hermano? Mientras tú te perdías como duende, yo aprendía a ser humano. Mientras buscabas monedas de oros en bolsillos de extraños, yo comía mi propia mierda. Sabes que me negaste las palabras que yo con respeto albergué. No en vano sembré en tus cabellos la sabia de mi aprecio. Por eso no, ya no. Por eso me marcho con el viento. Por eso decido pararme de nuevo. 

Miraba a la gente revolteándose tal cual palomas. Habían gritos, llantos y sombras. Rodeaban el charco de lo impuro y deplorable, lamentando la vida de alguien que no merecía mencionarle. Mientras tanto él observaba desde la otra esquina, con soberbia y con ira. Se puso su traje y su corbata para ponerse en marcha. Lanzó miradas de desgracia. En sus manos marcó corazas. Se dispuso como un dios, con basta algarabía, a construir un nuevo día.

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«Judas Kiss» hyperrealistic painting by Mike Dargas.

Extracto de diario (2)

El poder de la palabra y el don del silencio, mucho que aprender. No me gusta la confianza, ciega y lleva fácilmente a follarse los mismos errores; no me gusta dejarme empujar por el propio descuido y la ingenuidad. Me sigo cayendo, solo que ya no me duele tanto. Ni le tengo tanto temor a las heridas y su llanto; el dolor se ha vuelto más aliado que enemigo, sus pláticas me han enseñado más que muchos de mis libros. Quizás eso sea parte del cambio, la cicatrización y el grano. Se daña y se pierde muchas veces, pero pocas son las que se levanta sin pensarlo. La vida es muy corta para detenerse a contemplar la carne abierta, el mundo sigue rodando. 

Laura Makabresku - Repulsion

Fotografía «Repulsión» por Laura Makabresku. 

Heroes – David Bowie

Había guardado esta canción para el día que sintiera lo mismo que sentí la primera vez que la escuché, siendo apenas un chiquillo curioso que traducía su letra. No pretendo adornar este espacio otro post lamentando la muerte de Bowie; él fue de esos pocos que trascendió en vida y se inmortalizó a sí mismo de muchas muertes. Incluso, le envidio por ello.

Hay varias canciones de Bowie, que podría decir que marcaron ideas e ideales, sueños de niño y sueños de adulto, pero que quizás todo ello se pueda resumir en una sola pieza, que con solo su intro, me logra despegar de la Tierra fugazmente. Y es que hubo ese tiempo donde corrí por las calles de mi ciudad de noche, donde me uní a mis amigos en lucha y llanto, donde la ebriedad no fue obstáculo para mantenerse de pie, donde el viento golpeaba mi cara con fuerza por ir gritando por fuera del auto, un tiempo donde aprendí que podía ser mi propio héroe, just for one day.

Viva está la libertad, las musas, el desacato de la razón por ratos, la euforia, la eterna juventud, la música, el arte, las ganas y el llanto. Gracias a Bowie y a todos aquellos que adornan nuestros momentos con lo que les inspiró a ellos, que todo eso se contagia y nos hace recordar que ni aún la muerte puede detenernos.

Extracto de diario (1)

Lo que no se ve, es como si no existiese. Y aunque quienes conozcan su existencia se reúnan solo en las sombras, al final no deja de ser más que una fantasía. Hay mucho en juego y el riesgo se avispa, pero al final se acompaña del fuego de creerse artista. Llamas van y llamas vienen, todo siempre es tan momentáneo; por eso no me preocupan las brisas que le incrementan, pronto otra vez será verano. Y aunque los pájaros lo anuncien, no son más que el ruido tonto de los mojigatos, de los que no se atreven. No les temo, ya no hay tinieblas. Y si lo veo en retroceso y me asomo a la ventana donde se apaciguan y alborotan los curiosos, me doy cuenta de lo viva que está la vida, aunque la muerte insista en ser su mejor amiga. 

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«A Couple of Nudists at Home» by Diane Arbus, 1963.

Yo también veo elefantes en el cielo

Hay rasguños en mis piernas de tanto salto que ando dando,
hay madrigueras en mis orejas donde vive un zorro colorado
traído desde el sur, desde la pampa de lo cotidiano
y aunque todos lo decían, el mundo no le había domesticado.

A veces paseo por los parques viendo a las gentes
su ruido, su humor, las lágrimas escondidas, su arte.
A veces les pienso sin hablarles, no vaya a ser que me contagien.

Se paró el sol un día a observarme, me habló de su angustia y disparates,
me contó de cómo en su cielo se pasean elefantes
le asusta cuando le nublan tanto rayo dedicado a iluminar y deslumbrar
a darle luz al ciego y voz al sordo, todo sea por robarle a las golondrinas su asombro.

Es que entonces recordé aquellos días nublados,
la tristeza también ilusiona cuando se torna momentánea,
recordé haber visto elefantes grises escondiéndose en las montañas.
Siempre hay claridad que se cuela entre las ramas, vuelven los días verdes y a la tierra morada
anuncian que a veces la calma es aparente y que la lluvia no moja todas las ventanas
que así como los elefantes mis sombras matan con su majestuosa labia
la felicidad no es permanente, construirla cada día que pasa es quizás la mayor de mis proezas.

Las hojas muertas - 1956 - 74 x 60 cm.

«Las Hojas Muertas» por Remedios Varo, 1956.

Remedios para quien no quiere olvidar

Tan torpe fue ella, como lo fui yo. Por estar tomando notas en mi último libro, no me percaté que solo me había cobrado el café y no los bocadillos. Estaba ya a cinco cuadras del lugar, pero decidí devolverme. Sabía que al final del día sería a ella a quien le cobrarían esos cuantos pesos de más, por un simple descuido de ambos.

Allí estaba yo de nuevo en aquella vieja esquina de Antioquia, en un café que ni su nombre recuerdo, pero que marcó en mi vida, uno de mis más importantes encuentros. Esperaba el cambio en el vestíbulo principal. Los meseros caminaban apresurados, atravesando al tiempo y su propio espacio. Los clientes se dividían según un estatus de compañía extraño, pero compartían algo en común, no se miraban.

Fue aquel minúsculo detalle el que me hizo mirar más allá de mi nariz, permitiéndome descubrir que el pasado acompañaba mi sombra y se asomaba en mi espalda, sin saber siquiera reconocer mi rostro a través de mi barba llena de canas. Ni mi mirada sería capaz ya de gritarle quien era yo. Mi nombre no era algo que en su vida perturbara, como quizás el suyo si aturdiera la mía.

Le volví a ver directamente. Nervioso y taciturno, decidí clavar mi curiosidad en aquel pintoresco retrato. Una familia de cuatro, un niño en brazos y una pequeña que se escondía bajo la mesa. Un matrimonio como de los que “dios manda” dirían los viejos de aquel gremio al que yo claramente no pertenecía. Hace mucho que dejé de creer en dios. O al menos solamente decidí ignorar los actos más banales que a él me uniesen. Preferí verlo como un compañero de copas con quien discutía sobre Éluard, Lautréamont y Tzara. Si alguna vez existió, siempre creí que debió haber vivido la mayor parte de su tiempo en Montparnasse, pintando rameras y fingiendo odiar el vino burgués.

No me reconoció. Sabía que no lo haría, pero guardaba esa pizca de esperanza y que pudiese ver en mi cara la vida que adopté estos últimos veinte años. Mis golpes y tropiezos, mis triunfos más siniestros. Deseaba en el alma restregarle lo disímil de nuestros destinos, pues al final, era ese mi único éxito declarado; renunciar a ser quien pude ser a su lado. Mis libros, los encuentros eróticos en Praga, mi detención en Tupiza y los abortos de Sara. No me arrepentía de nada, más que de recordarle. No repensé otra decisión, más que mirarle. No quise ser nunca otro, más aquel quien se excitaba al ver el sudor recorrer su cuerpo, quien se reía con sus bromas tontas o quien le deseó mediocridad por no querer desearle el mal. Nunca quise ser otro y eso me quedó claro aquella tarde, pero coño, como me duele saberle vulnerablemente cerca.

Tomé mi cambio y salí de allí lo más rápido que pude. Debí tropezar con los pies mal puestos de algún estúpido niño. La tarde era impecable y el viento se encargaba de acomodarme en la cabeza tanto escenario fantasma que había despeinado aquella trampa. Pues sí, fue una trampa de la que ingenuamente fui preso por necedad. Por negarme a matarle en mis recuerdos. Tomé un taxi en la avenida seis, aún debía regresar al hotel, empacar mis maletas y tachar del mapa otro sitio al que no debería jamás volver.

Photography by Brooke Shaden.

Photography by Brooke Shaden.

Post-Mortem

Me gusta la casa de noche,
solo,
en silencio,
así, protectora.
La luz de las lámparas de calle
el ruido de los grillos
los autos noctámbulos
mis voces discutiendo,
los sueños despiertos.
Me siento en el sofá,
contemplo
las rutas desoladas
y el correr del viento,
la llovizna solitaria
con su luna arrogante
me mantiene despierto tanta calma,
me hace descansar con los ojos abiertos.
Me encanta la casa de noche
mis padres duermen
descansan sus preocupaciones.
Me encierro en el baño
para ahogar sollozos
pienso en lo bello de mis fantasías
de todo aquello que no es cierto,
pero que sé que todos anhelan.
Es más de media noche
también es lunes
casi no se ve gente de fiesta
ni maleantes, ni siquiera ratones,
todos duermen,
recetan sus cabezas
dosis de almohadas frescas,
cobijan sus metas con la luz que aún no existe,
el sol de un día con extinción definida.
Como me gusta mi casa de noche
el único momento de mi seguridad
en tantos sentidos
y con tan pocos latidos,
me siento en medio de la sala
y aún con frío me quedo dormido
en la tercer velada
desde mi último suicidio.

"The Empty House II" por Christine-Muraton.

«The Empty House II» por Christine-Muraton.