Lo que todos hacen.

De niño solía sentirme un chico afortunado. Con mis juguetes bien organizados y mis historias de fantasía, creía tener todo lo que necesitaba. De vez en cuando caía la tormenta y el lugar donde vivía, se solía convertir en la peor de las guerras. Al no encontrar trinchera segura en aquel lugar que se supone debería ser un refugio, decidí cubrirme de armaduras e intentar sobrevivir a aquellas balas que caían por doquier.

Hace cinco días entendí en medio de una terapia psicológica, que todo eso repercutió en quien soy hoy. Como todos, nuestra niñez nos marca, para bien o para mal, y en mi caso, me eximió de herramientas que tanto necesitaba, para poder hacer lo que todos hacen.

Jamás culparé a mis padres. Ellos fueron víctimas también de su entorno y aún así, creaban cielos en infiernos. Aún así dieron su vida por procurar lo mejor para mí y mis hermanas. A ellos no hay nada que recriminarles y por eso, no merecen culpa alguna en mi adiós voluntario. Fueron incluso el único freno de todo esto. Pero aún así, el dolor y el cansancio pujaron más.

Me refugié entre letras y me creí poeta. Escribía todo cuanto veía y guardaba. A veces fui profeta y en mis propios escritos pasados encontré el futuro. Fue mi rincón catártico. Fue el paredón de mis secretos. Aquí los publiqué y acribillé, para que no hicieran más eco. Pero los fantasmas no se mueren con el plomo o la exposición.

Y fue así como nunca pude adaptarme. Todos huían en algún momento. Nunca entendí que vieron en mí para lanzarse a ese primer acercamiento; lástima quizás. Recuerdo a mi amigo Rafael en la secundaria. Recuerdos sus buenos gestos, pero también recuerdo cuando se fue. Cuando otros podían hacer lo que él también, mientras yo seguía recluido en el desconocimiento. Recuerdo aquella fiesta en la casa de Jessica, donde todos mis compañeros de salón comenzaron a hacer planes de lo que seguía. Planes que no me incluían porque yo no podía hacer lo que todos hacían. Recuerdo aquella vez en el 2004 cuando vi vergüenza en el rostro de mi familia, porque a pesar de muchas cosas de las que yo me jactaba, no podía hacer lo que todos hacían con su vida.

Fui muy testarudo porque aún así seguí intentando. Quería formar parte de algo, aún cuando la vida misma me anunciara a bofetadas que ese no era mi camino. La soledad a veces no es opción sino deber. Porque quien se es, puede ser tóxico para otros, así como se es para uno mismo. Aún así decidí creer en el amor y enamorarme. Plena y ciegamente. Irresponsable y egoísta también, porque la gente como yo, que no puede hacer lo que todos hacen, no puede aventurarse donde sabe que no hay manera que le vaya bien.

Así fue como me enamoré. Y como poco a poco me di dando cuenta de lo que poquito que yo era. Otra vez la vida me recordaba que eso no era para mí. Intenté hacer lo que todos hacen. Realmente la vida sabe que traté. Pero el capricho de los maestros que mueven nuestros hilos en contra de nuestra voluntad, a veces se niegan a complacernos. Quizás para ver si acaso nos damos cuenta de cuál es la salida de una vez por todas.

Y hoy domingo, irónicamente en mi historia, he encontrado la respuesta. No quiero que nadie sienta culpas y por eso escribo esto. No quiero causar más dolor ni a otros ni a mí mismo. Y mientras siga respirando, seguirá pasando. Otros lanzan una almohada al rostro de otro en son de broma y solo hay risas. Pero cuando yo lo hago, el golpe rebota y bota cosas y las quiebra. En esas cositas tan pequeña la vida me dice, mae, no vale la pena.

Tengo 39 pastillas en mis manos. Para aliviar múltiples males según la ciencia. Pero sé que en su conjunto aliviarán de una vez, el único mal que me agobia ahorita: yo mismo. Pido perdón, pero también comprensión. Que sea lo que sea que me espere ahora, sé que voy a estar mejor.

Adiós.

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