Tan torpe fue ella, como lo fui yo. Por estar tomando notas en mi último libro, no me percaté que solo me había cobrado el café y no los bocadillos. Estaba ya a cinco cuadras del lugar, pero decidí devolverme. Sabía que al final del día sería a ella a quien le cobrarían esos cuantos pesos de más, por un simple descuido de ambos.
Allí estaba yo de nuevo en aquella vieja esquina de Antioquia, en un café que ni su nombre recuerdo, pero que marcó en mi vida, uno de mis más importantes encuentros. Esperaba el cambio en el vestíbulo principal. Los meseros caminaban apresurados, atravesando al tiempo y su propio espacio. Los clientes se dividían según un estatus de compañía extraño, pero compartían algo en común, no se miraban.
Fue aquel minúsculo detalle el que me hizo mirar más allá de mi nariz, permitiéndome descubrir que el pasado acompañaba mi sombra y se asomaba en mi espalda, sin saber siquiera reconocer mi rostro a través de mi barba llena de canas. Ni mi mirada sería capaz ya de gritarle quien era yo. Mi nombre no era algo que en su vida perturbara, como quizás el suyo si aturdiera la mía.
Le volví a ver directamente. Nervioso y taciturno, decidí clavar mi curiosidad en aquel pintoresco retrato. Una familia de cuatro, un niño en brazos y una pequeña que se escondía bajo la mesa. Un matrimonio como de los que “dios manda” dirían los viejos de aquel gremio al que yo claramente no pertenecía. Hace mucho que dejé de creer en dios. O al menos solamente decidí ignorar los actos más banales que a él me uniesen. Preferí verlo como un compañero de copas con quien discutía sobre Éluard, Lautréamont y Tzara. Si alguna vez existió, siempre creí que debió haber vivido la mayor parte de su tiempo en Montparnasse, pintando rameras y fingiendo odiar el vino burgués.
No me reconoció. Sabía que no lo haría, pero guardaba esa pizca de esperanza y que pudiese ver en mi cara la vida que adopté estos últimos veinte años. Mis golpes y tropiezos, mis triunfos más siniestros. Deseaba en el alma restregarle lo disímil de nuestros destinos, pues al final, era ese mi único éxito declarado; renunciar a ser quien pude ser a su lado. Mis libros, los encuentros eróticos en Praga, mi detención en Tupiza y los abortos de Sara. No me arrepentía de nada, más que de recordarle. No repensé otra decisión, más que mirarle. No quise ser nunca otro, más aquel quien se excitaba al ver el sudor recorrer su cuerpo, quien se reía con sus bromas tontas o quien le deseó mediocridad por no querer desearle el mal. Nunca quise ser otro y eso me quedó claro aquella tarde, pero coño, como me duele saberle vulnerablemente cerca.
Tomé mi cambio y salí de allí lo más rápido que pude. Debí tropezar con los pies mal puestos de algún estúpido niño. La tarde era impecable y el viento se encargaba de acomodarme en la cabeza tanto escenario fantasma que había despeinado aquella trampa. Pues sí, fue una trampa de la que ingenuamente fui preso por necedad. Por negarme a matarle en mis recuerdos. Tomé un taxi en la avenida seis, aún debía regresar al hotel, empacar mis maletas y tachar del mapa otro sitio al que no debería jamás volver.
Photography by Brooke Shaden.