Amnesia

Solía recordarlo todo. Solía recordarlo muy bien. Cada detalle dibujado en mis ojos, nada se escapaba al escrutinio. De repente, el dolor se adueña de cada espacio, de cada sitio escondido, volviendo a la fugacidad de las imágenes, todo un escaparate, una burla que no se necesita para poder seguir.

Tantas caras, tantos rostros y sus memorias se despidieron de mi aquella noche, mientras sentado en la banqueta abrazando a la niebla, se escurrían uno a uno entre los arbustos, perdiéndose en el bosque de mis venas, expulsados por los poros de mi enojo.

Ya nadie tocaba mi hombro, el silencio interrumpido por los grillos, me quedé atónito por segundos; a veces creo que tan solo fue el instante en que el calor abandonó mi cuerpo, me convertí en quien quería pagando el más alto de los precios.

Simulé gravedad para atarme al suelo, simulé sonrisas para conciliar el sueño y seguir por el sendero donde ya no se juega, ni se insulta, ni se habla, solo se esperan nuevos tiempos, donde se recuerde lo necesario; y si me mudo al norte que la nieve logre cubrirlo todo y que el frío no termine por congelar mi cuerpo, que a fin de cuentas es lo único que me queda en algún estado térmico.

Placeres Culposos

Brindar por las sonrisas que nos robó el destino
embriagarnos de peligro
someter a prueba el sentido de culpabilidad
descubrir que tan estratégico se es
a la hora de abrir la boca y morder
que los pisos son frágiles estos días
y los pasos no se deben dar en vano.

Fumar el aire en vez de solo respirarlo
cortar gargantas de los hermanos
mentirle a otros, sin mentirse a sí mismo
hablar en plural para incluir invictos
que la amabilidad también puede ser asesina
todos somos víctimas del delirio.

Caminar en el sentido opuesto
sin sujetarse los cordones
quemar los protocolos y etiquetas
amarse tanto hasta que duela
cavar hondo cada grito de hastío
para que duerman tranquilos los conflictos.

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Imagen «Abraccio» por Bruno Di Maio.

Aves de Paso

Dejaste los platos sucios otra vez. Rompiste la señal de tregua haciéndome saber que ya no te ibas a quedar. Que la historia había terminado aún cuando yo me negara a escribir el punto final. Las cosas ya no dependían de mi pluma y los arrebatos de domingos cuando quería tomar; se trataba del arte del desapego. La continuidad me dejó de lado y me estanqué, quise acabar con todo incluso con mi propia respiración, asfixiándome con cada palabra que tuve que tragarme, con tantos gritos que quise plasmarte en la cara, a sabiendas de que me los escupirías de vuelta.

Todo pasa por una razón dicen los comunes. Yo solo sentía que la razón de que yo pasara eras tú. Ese discurso sin letras que daban tus ojos, las canciones que sin escribirlas cantamos, una fábula que sin inventarla corporizamos.

Ahora que te miro en retrospectiva y entiendo todo lo que aquella vez mil veces me expliqué, comprendo que te idolatraba. Sentí caricias en cada regaño, fuiste quien abrió mis puertas a lo extraño: la duda, el sinsabor, mi espalda sudando sin razón, mis manos tocando todas tus partes, mis latidos con frecuencia exuberante. Sin embargo, sé quien fuiste y el rol que jugaste; sé quien sos hoy y aunque me duela debí dejarte.

Navegando encontré tierras donde quedarme, descubrí en ellas más de lo que fui a la sombra de ti; gradué a mis demonios y los convertí en arte, pinté mis paredes de color libertad. Pude hablarles a ellos sin necesidad de miedos o destrezas, me mantuve sobrio por más de lo que mi cuerpo soportaba. Viví el luto sin llorarte, pero corté mis venas para olvidarte. Sentí la sangre correr por dentro por vez primera, suicidé tu esencia para salvarme.

Le pondré el nombre de tu canción favorita y la teñiré de rojo, sabré que así podrás amarme. Aún cuando el disimulo y las fronteras intenten que de mi te olvides, sabré que tus medias noches, seguirán durmiendo aquí conmigo.

Tardes de Verano en Bartolomé

Once años, once años… y en un mes será la boda. Ella estaba tan emocionada, tenía todo listo, todo preparado. Fue tan fácil descubrir cuanto deseaba la propuesta, que cuando se lo pregunté, ni siquiera espero a que terminará. Me bombardeó con un sí eufórico. Nunca había sentido tanto miedo en mi vida, ni siquiera aquel día, hace un año cuando vi morir a mi tía Matilde en el más horroroso de los quejidos. Sin embargo, no era el miedo estándar, no era ese miedo que se confiere al compromiso casi por el simple hecho de tener dos bolas. No. Era un miedo a herir, a hacer daño, a hacerle daño a ella. Estos años a su lado, coseché un cariño protector, una necesidad ferviente de complacerla, de verla feliz, tanto así, que llegué a sacrificar mis otros rostros y aceptar ser quien debía ser; por otros, pero jamás por mí.

Estos días de verano, aprovecho para llegar temprano a la oficina y poder así salir antes, faltando un cuarto para las tres, perderme, distraerme, no pensar en ella ni en la boda. Decido aguardar el tren de cinco aún cuando sea el que va más lleno, a veces incluso creo que disfruto de las pláticas ajenas, los conflictos que la gente insiste en hacer públicos o las bromas infantiles de los colegiales de San Miguel. Eso sí, me quedo cerca de la estación, merodeando el parque de la avenida Francia donde se concentran los jóvenes artistas a tocar música, a practicar sus obras o a buscar en las palomas sucias y torpes, algo de inspiración o disimulo para fumar su hierba. Otras veces gasto la tarde atravesando el bulevar y ver como los vendedores ambulantes alistan sus maletas en cuestión de segundos, antes del anuncio de que se aproxima la policía municipal. Muchos lo ven como el acto de comedia gratuito del momento, yo me quedo pensando en lo paradójico que se torna la vida, al final de cuentas, siempre andamos huyéndole a algo.

Hoy decidí alejarme un poco más, claro sin alejarme del distrito de Bartolomé para no perder el tren. Caminé un poco hacia los barrios adinerados donde las residencias se lucen por sí solas. Edificios pequeños, pero con cierta majestuosidad en sus fachadas, casas antiguas que fueron restauradas para albergar en ellas la alcurnia y sus apariencias. Por ejemplo, conozco de cerca la familia de la casa 23, solían ser amigos de tragos de mis padres en sus años de universidad y puedo asegurar que tienen todo lo material menos la postura social que presumían. Su hija de catorce años me había ofrecido sexo oral en una ocasión, en su propia casa frente a su hermano menor, según ella era una práctica común entre ella y sus primos. Su padre había sido dirigente estudiantil y se autoproclamaba comunista; ahora trabaja como abogado en la transnacional que le financia su estilo de vida y lleva prostitutas a su despacho todos los jueves.

Aquella era una calle amplia y extensa, pero sin salida. Al final, por donde ya no quedaban casas, estaba la grieta con la figura de la virgen del Carmen donde llegaban a rezar los feligreses cada domingo a las seis. A pesar de mi renuencia religiosa, me gustaba ese lugar. Era fresco por la cantidad de vegetación y la estructura rocosa del lugar guardaba un frío agradable y peculiar. De vez en cuando se podían ver ardillas jugando con la corona de la imagen, de hecho era la quinta vez en el mes que le robaban el vestido, dejando atónitos a los visitantes por semejante herejía y vulgaridad. Uno de los fieles mayores en edad se había puesto como propósito divino acabar con los roedores en el ‘nombre de Dios’, pero en una de sus rabietas sufrió un paro cardiaco. Sobrevivió, pero según dicen las malas lenguas después de eso se volvió ateo.

Lo que más me gustaba de aquel lugar era la soledad con la que se teñía aquellas tardes, el trajín del final del día aunado al advenimiento de la temporada navideña, mantenían a las personas en otra cosa y nadie se acordaba de Dios. Hoy en particular, me dirigí a la grieta para convencerme, exhortarme y obligarme a dejar de lado mis dudas, los miedos y las ganas de ser otro. Mi madre me enseñó que todos llegamos a este mundo con un propósito y muchas veces ese fin implica ceder nuestros propios caprichos, de lo contrario la muerte llegaría como trago amargo y se rondaría por el mundo en una angustia eterna. ¡Oh mi señora madre y sus cosas! Lo curioso es que mi escepticismo nunca se pudo deshacer de ellas.

En ese momento me percaté de la hora, faltaban ya quince para las cinco y el tren ya debía haber llegado a la estación. Sujeté mi bolso fuerte para que no se moviera mientras corría y salí cuesta a bajo casi a tropezones; cuando llegué al bulevar omití mis modales y esquivé personas sin cuidado, había escuchado ya la bocina que anunciaba la salida. Mi angustia se elevaba súbitamente con cada pisada, si no tomaba el tren de cinco no llegaría a tiempo a la estación de Plutarco donde me esperaba mi prometida: hoy era la oficialización del compromiso.

Corrí desesperadamente. El tren ya había avanzado unos metros hacia su partida, tanto así que lo único que lograba ver ya era el último vagón. Tal fue mi apuro que al acercarme a él me lancé sin siquiera pensarlo, juraría que por algunos centímetros, volé. Pude sujetarme de la baranda y con todo mi impulso me lancé hacia el ínfimo espacio que quedaba en la parte trasera del vagón. Allí me tumbé a recuperar el aliento sin percatarme que a mi lado se encontraba alguien. Una joven de rostro suave y cabello corto, con una vestimenta excéntrica con manchas de pintura y Babbitt en sus manos. Se acercó para preguntarme si me encontraba bien, a lo que le respondí con un “si” difícilmente pronunciado por mi falta de aire. Me puse de pie y sin pensarlo mucho le pregunté su nombre. Emilia me dijo con una voz suave y decidida. –Me dirijo a la estación de Benítez, añadió enseguida, a lo que le respondí: yo también.

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Imagen «Train Smoke» por Edvard Munch, 1900. 

A la Sombra de su Ser

La misma vieja historia
que cambia tan solo por el día en que se cuenta,
se instala en mi cuerpo, le nacen alas
aún cuando en la noche se esfumen mis ganas
y los nuevos días solo traigan repetición.

Cuanto anhelo que no tengas razón,
que todo sea un error de perspectiva
para que mis pies no se cansen antes de tiempo
ni se tornen agrias mis lágrimas.

Porque aunque deje la puerta abierta,
aunque rece para empatar los males
sabré que el vacío lo ha invadido todo
incluso aquello ausente.

Querida madre,
no sé como decirte que me iré por años
sin sentir culpa ni pena,
sin tener que sostener tus manos y no llorar.

Querido padre
¿Cómo sanar tu espalda sin tan siquiera tocarla?
Y tener certeza de que en realidad todo estaba bien
que solo era cuestión de suertes.

Se me acabaron las excusas
y mis dos días de ceguera permitida;
ya no se me permite ignorar, tampoco soñar
sus palabras fizaron también mi voluntad.

Ojalá que te equivoques, pero si no
espero piedad en el lecho de muerte,
que la miseria se jubile ese último día
para sin ella volver a nacer.

«Desperation is the raw material of drastic change. Only those who can leave behind everything they have ever believed in can hope to escape». ― W. S. Burroughs.

From a Closet in Norway (Oslo Blues) – You+Me

Es curioso como a veces las sensaciones, los sentimientos, las experiencias, pueden balancearse de un extremo a otro, de un color a otro, con la facilidad con la que vuelan las hojas libres con el viento. Una vez leí, escuché o quizás pensé -ya no recuerdo tan bien como lo solía hacer- que esas subidas y bajadas que enfrentamos los humanos, son las mejores señales de que estamos vivos y creo que es cierto. Lo importante al final del día, es cómo enfrentemos esos momentos, si huimos de ellos, nos escondemos o simplemente aprendemos a convivir y aprender lo que se pueda. Yo soy más de los que corre, a veces como si fuera por instinto animal, evidenciando mi sentido natural de supervivencia. Sin embargo, si dependiera un poco más de mis otros sentidos más ‘controlados’, optaría por dar tiempo, esperar y comprender que quizás aquello que se veía tan oscuro, de cerca no lo es; o que las ilusiones que nos mantenían esperanzados, al final son la propia daga que traza nuestro infortunio. Por ahora, seguiré intentando abrazar cada momento, para bien o para mal, quizás algún día me lleven a ser quien quiero ser, o simplemente quien deba ser.

Cartas a Emilia

Emilia solía recibir estas cartas cada miércoles a primera hora. A pesar de que estaba plenamente consciente que no era ella el destinatario de aquellas letras, a pesar de tener en cada sobre la dirección del remitente, a pesar de nunca contestar una sola de ellas, continuaba recibiéndolas sin dar aviso alguno del error. Al principio le pareció un fisgoneo inocente, pero conforme avanzaba en las historias de aquella persona, sentía que ya la conocía, incluso un día –este día– sintió como si fuese ella misma. -Prólogo-

  

Benítez, 5 de Mayo

Hoy fue uno de esos días en los que me siento frustrada. Los informes no deben ser lo mío, pero ya sabes, hay que pagar las cuentas. No importa cuanto me esfuerce, cuanto intente velar porque cada detalle cumpla sus deseos, siempre termino siendo un cero a la izquierda. Y es que justo cuando me siento más útil, me siento incluso grande ¿sabes?, todo se me viene abajo de un tirón, casi como diciéndome ‘no seas estúpida, aquí no sos nadie y yo seré siempre más que vos’. Aún cuando me hable dulcemente y pretenda ser el maestro que todo alumno deséese, escucho con su voz esas palabras y toda mi ilusión queda en nada.

Por la mañana venía en el autobús de las siete. Sí, una hora más temprano para evitar el tráfico de San Juan y Dobles; como siempre el bus atiborrado de gente, todos con prisa y rostros de estrés. Yo intentaba distraerme leyendo “En el Camino” por Kerouac, -sí por quinta vez- pues me hacía recordarme que la única gente que me interesa a fin de cuentas, es la gente que está loca. Veo en la locura tanta libertad, tanta que me hace envidiarles por la que a mi me falta. Justo en la vuelta de la página sesenta y siete sonó mi teléfono y sí, adivinas, era él. Necesitaba con urgencia las cartas de la embajada para la beca de su hijo y yo aún estaba a unos treinta minutos del edificio y el tráfico no avanzaba. A como pude me bajé dos paradas antes, sabía que sería más rápido si corría y me adentraba por la avenida nueve. De camino era imposible no escuchar mis reclamos ‘ese no es tu trabajo’, ‘no gastaste cinco años de tu vida en estudios caros para convertirte en su mandadera’, pero simplemente no tenía el valor para enfrentarlo. No sé si se debía a realmente una relación intimidante, o si simplemente me cohibía su aspecto paternal, lo único claro es que segundos más tarde reconocería que odiaba mi vida.

En medio del trajín, de los miles de papeles entre mis brazos, la bolsa incómoda que me regaló mi madre y el pesado suéter negro de Casimir inglés que él una vez me compró, olvidé por completo mi libro en el autobús. Allí en el asiento donde de seguro sería visto como estorbo para muchos y lo más probable desechado por todos, había quedado uno de mis pocos tesoros preciados. Aún con su cubierta rota, frases escritas con mala letra y la dedicatoria que me dejó Roberto, era para mi de tanto valor, que sentí como si hubiese perdido un brazo. Sentí tanta rabia con él, conmigo, con todos. Me tiré en una banqueta y lloré, ya no sabía si por el libro, su simbolismo o por el compendio de infortunios que mi vida representaba en ese momento. Sin embargo, no tenía nada más que hacer que levantarme y seguir caminando, pensando en que había llegado en ese momento de la vida a mis treinta y tantos, donde solo intento sobrevivir sin euforias o arrebatos, acorralada por rutinas y artefactos, la más fiel de las autómatas, olvidándome por completo mis encierros en la habitación 101.

Al final llegué a tiempo, entregué sus cartas y tan siquiera pude ir por un café. Me dolía la cabeza, pero era día de cierre. Todos los informes debían quedar listos antes de las seis. Comencé mi faena con los audífonos puestos como era usual, solo que esta vez no tuve las ganas de reproducir la música, pero era el escudo necesario para alejar de mi las conversas. A los lejos escuché mi nombre, pero estaba ya tan marchito mi espíritu, que lo decidí ignorar, no estaba de ánimos. Pronto me di cuenta que no me llamaban, sino que hablaban de mí. Puse atención disimuladamente.

Cuanto hubiese deseado que estuvieses cerca para abrazarte y que me abrazaras, no puedo incluso escribir las cosas que escuché, era como si esas voces en mi cabeza tomaran forma, se inventaran a sí mismas y se volvieran humanas. Los miedos y temores, las cosas que me prometí no ser cuando alcancé el tercer año en la facultad, todo se hizo realidad.

Te confieso que lloré. Lloré mucho, a solas por supuesto, me importaba tan poco lo que otros pensaban sobre mí, pero al saber que me veían tal cual me veía yo, me estremeció hasta los huesos, me heló la piel y mi boca quedó muda, silenciada por terror. Llegué a la casa tipo nueve, tomé un baño rápido y vine a escribirte antes de se me escapen los sentimientos por acostumbrarme a ellos. Ahora me dirijo a dormir que mañana apenas es martes. Con lo que nos gustaba dormir ¿te acordás? Ahora lo hago como por inercia, como si fuera la morfina que necesito para no atentar conmigo misma. Bueno, creo que lo haría solo si me dejaran escoger mi reencarnación, sería una paloma, una bestia de la tierra o una guerrera de mente fría. Por ahora solo me queda prepararme para mañana, ese mañana que ya no es tan futuro, ya no es tan incierto. Ya tan solo es el cliché de lo que un iluso esperaría. Espero que para ti sea algo más que rutinas. Hasta la próxima carta. Abrazos y besos.

K.

Ese día Emilia decidió ir a darse una vuelta por la cuadra de San Juan y Dobles, le habían recomendado una buena cafetería por allí. Pensaba en que quizás compraría un libro o que probablemente se atreviera de nuevo a tomar sus acuarelas y pintar a la gente. Sobre todo porque esa tarde en particular, había un cúmulo importante de personas rodeando el bulevar. Se acercó para memorizar detalles, colores y formas de su próximo cuadro pintoresco. Todos veían hacia el suelo. Admiraban con lástima e impresión una mujer tirada en él. Rodeada de papeles y con pose de derrota, se desangraba con una herida mortal en su sien. Los ojos abiertos como esperando que alguien le llegase a socorrer. Emilia se acercó un poco más para intentar ayudar, mas su cuerpo se congeló, en tiempo y en espacio. Aquella hermosa víctima de algunos treinta y tantos, llevaba en sus hombros, un pesado suéter negro, de casimir inglés. -Epílogo-

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Imagen «Girl Before a Mirror» por Pablo Picasso, 1932. 

Un microinstante de alegorías

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Fotografía «Window Reflections» por Lissette Model, 1940.

Paseos callejeros a la media noche, presagian nada más que el alimentar misterios a los ojos de quienes resulta inquietante la divina incógnita. El piano que se toca solo, siempre la misma melodía, repetitiva y alusiva a la lluvia de octubre; recurrente, insistente, agresiva, crea un flujo de lamentos malintencionados. Se silencia a quienes no concuerden con ella y refugia al asesino, le sirve de amante. Se sirven copas y brindan en nombre de la miseria, ha llegado simplemente de nuevo la hora maldita.

Sobrepensándome

El exceso de sueño vespertino
me anuncia agotamiento más allá de lo físico;
no han sido días fáciles acá en la silla donde me pienso
y me converso a diario sobre esa aversión a los demás.
Las dificultades de no saberme igual corroen mis certezas
puede ser que no tenga las cosas tan seguras, ni siquiera mis agallas,
conozco mis defectos y les grito el odio que les llevo a cuestas
me ignoran, pues ya saben que les pedí ser mi condena,
todo por la propia condescendencia estúpida que trae la lástima.
Tengo tres libros esperando en mi cama
y ninguno de ellos manifiesta una mano compañera
o al menos la necesidad de ella,
haciéndome sentir culpable sin arrepentimientos.
Hace mucho ya que condené las noches de boda;
las pieles que envolvieron una vez mi cuerpo
no las extraño, nunca siquiera las añoré,
lo único que sé es que no concuerdo con vosotros
ni con ellos ni con ellas, ni con nadie
–a veces incluso ni con mis viejos pensamientos–
pero me quedo con tan rara complacencia que siento antes de dormirme
la de sentirme feliz, aunque sea por ese único momento.

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Fotografía «Shirt on a Chair» por Eva Rubinstein, 1974.

¿Alguna Vez Te Amé?

Al final del día pensé que no era el momento apropiado para encontrarme contigo. Estabas más gris que de costumbre, en definitiva el remedio no estaba surtiendo su efecto en vos. Mis palabras no ayudaron mucho lo sé, hace mucho me perdiste la confianza. Nunca toleré tus adicciones depresivas ¿sabés? y es que a veces las sentía tan forzadas, como insumos baratos para construir una personalidad prefabricada, el perfil imperfecto que en unos años leeríamos en los libros. Creía que lo había dicho en mi cabeza y no en voz alta, me di cuenta por la cachetada que me plantaste aún cuando estaban tus padres presentes. Ellos se quedaron allí como sin vida, como lo habían estado los últimos siete años.

Despertaste por segundos solo para reprocharme todo eso que sé que no soy, pecaría de iluso si me lo negara. Pero eso no te hizo sentir mejor, ni a mi peor. Estábamos ya tan conscientes de nuestro entorno, que el mínimo esfuerzo de mejora sucumbía en el status quo. Y el silencio volvió a imperar.

Eran casi ya las ocho y yo estaba lejos de casa, no sabía si escapar sin despedirme, de por si ya todo eso te valía mierda. Pero no quise darte gusto y ser yo quien cediera, así que te tomé de los brazos y te sacudí con fuerza y fue cuando te vi los ojos otra vez de cerca, opacos, tan siquiera en ellos podía reflejarme. Entendí entonces que no se puede arar terrenos podridos. Tomé mi chaqueta y salí sin cerrar la puerta, te dejé las llaves y unas cuantas fotos viejas. Olvidé mi sombrero y tal vez sea eso lo que aquella noche más me dolió. Tomé el tren de las ocho y media, el vagón más vacío, para desaparecer en su niebla.

Cartago, 9 de Noviembre de 1958.