Se llenaban las calles de pozos sucios. Lluvia que caía en los barriales, las pisadas sin sentido abundaban por toda la calle. Tantas veces caminamos sin saber adonde vamos, y tantas otras con nuestros planes tropezamos; destrozados, acabados por las farsas que nos siembran desde niños, esas que nos hacen creer que aquí arriba todo es distinto. La magia de los veinticinco que se desvanece en estos fríos pasillos pintados de un blanco letárgico, los trajes desteñidos por los mitos con los que los vestimos y en un cajón se duermen los amigos, se guardan hasta que sepamos convivir primero con nosotros mismos.
La lluvia sigue cayendo y yo acá por dentro simulando desiertos, paseándome por los valles donde solo habitan los ecos de estas almas que conmigo cargo, de los múltiples personajes que encarno, sobre todo cuando los días no pintan tan bien. Camino despacio y aún así de vez en cuando caigo, recordándome que necesarias son las heridas y los golpes, si no nos duele ¿cómo saber si seguimos vivos?
Rodeados dormimos entre la espada y la pared, las pertenencias alabadas y la invención de los hitos, cualquier cosa que estremezca a las masas y que pueda anestesiar los sentidos. Incluso a mi me ha pasado, pero, ¿por qué ser tan iluso de pensar que puedo excluirme? ¿un ‘incluso’ para alguien que no lo merece? Quizá solo haya llegado al clímax de mis torpezas y sea tiempo de virar en dirección opuesta. Al final del día solo escucho la reproducción de los tenientes: no se puede cambiar a la gente, no se puede ser diferente.
Admito ante el juzgado que he pecado, admito con vergüenza los errores, pues aún no entiendo cómo ser humano. Admito nunca haber sido suficiente y que mi condena sea a lo que le temen mis genes: el final de una novela barata, la burla estoica de los desinteresados, es decir, ser quien he sido sin retoques, sin maquillajes ni vueltas de argumentos retorcidos. Sentirme el libro que nadie quiere haber leído, el bestseller de los aburridos.
Al final del día la lluvia cesa y las horas pasan, se borran de mi cuerpo las migajas, tan solo para esperar que con la luz de un nuevo calendario, se entumezcan en mí, raíces para no ser multiplicado. Me veo desde afuera y me abrazo, me convenzo de lo que he disfrutado: la sonrisa de mi madre que aún logro ver, tintada de rojo sangre que contrarrestaba su timidez, despidiéndose sin saber lo que hacía y segura de que me volvería a ver. Las luces se apagaron y el espectáculo con un solo espectador finalizó. Hora de la muerte: cada día a las veintidós.