El advenimiento.

Es muy distinto todo ahora. Las fumarolas encendidas de los basureros en llamas, anuncian que el frío por fin se ha asomado. Allí yacía él, petrificado ante el paisaje urbano al que estaba acostumbrado, pero del que no había logrado enamorarse. Han pasado dos años desde su última vista y a pesar de las diferencias aún se pregunta ‘¿realmente habrá cambiado algo?’.

Sus manos ya no son las mismas, sus ojos no miran igual. Su corazón palpita a un ritmo inocuo y su rostro refleja el cansancio de los años. Nunca tocó el piano o entregó el poema que escribió para su padre. Aún carga la vieja mochila repleta de resentimientos. Aún le duele lo incurable. Sin embargo allí, de pie frente a un mundo que no se detiene, se detuvo él. Se detuvo a sembrar raíces en su mirada e intentar abofetearse a sí mismo por testarudo. Frenó su paso y pidió perdón porque sabía que jamás volvería; que con nostalgia por mucho este recorrido sería su despedida.

Los errores no son gratis. Y al no tener suficiente valor para saldar su deuda, decidió rendirse. Sus pies se negaban a caminar inertes por las vías férreas de un espejismo. Recordó al viejo indigente que con su mirar le dictó su destino. Un reflejo de la apuesta y las medallas rotas; jugar a ser dios es de cobardes. Se quitó la vida tantas veces, mientras volvía a sus espaldas el jersey azul de cuello verde. Construyó tantas veces las mismas murallas, que ya sus manos no podían ser fuertes.

De rodillas cayó al asfalto, rompiendo aún más sus pantalones y su rabia. Rogó con ansias el adiós concedido. Pidió ese deseo al viento, tal cual lo hizo cada domingo. Cada primero de enero a la luz de aquel abismo, donde alguna vez dejó que volasen sus cartas, sus letras ciegas, su gloria bastarda. Sabía que su voz era escuchada aún cuando estuviese gastada, pero su petición parecía hacerse aguardar, en medio de una sala de espera llena de arrogancia, donde se escuchaban los gritos de auxilio de una duda pariendo esperanza.

Solo se puede volver a comenzar cuando la batalla la gane el olvido. Triunfo voluntario de la resignación. Ató sus botas nuevamente, miró con desprecio a toda la gente. Volvió a sacudir sus hombros para arrancar el polvo de las puertas que nunca cerró. Con su puño cerrado y una lágrima a cuestas, un último verso susurró. Hora de muerte, tres con veintitrés.

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Imagen «Agoniza el tiempo», autoría propia.

Este es un relato hermano de «Adagio: Un adiós concedido» (2014) y de «Volver a comenzar: Un soneto de olvidos» (2016). Este relato da fin a la trilogía de historias reflexivas en torno a la vida, el arrepentimiento y el tiempo. 

Réquiem

Ahí va la voz, corriendo por el pasillo, con los mismos alaridos. Pobre mujer desesperada, pero ¿qué debo yo en su sufrimiento? ¿por qué no me deja dormir? Me acerco a la oscuridad para ver de cerca la luz de luna; al asomarme a la ventana, allí estaba él. Bajo la lluvia, llorando como un niño sin consuelo. Allí estaba pasmado viéndome como quien quiere decir la vida con palabras. Su camisa verde estaba empapada, mientras su suéter gris yacía irreconocible en el barro. Muchas preguntas ahogaron mi cabeza, las voces me dieron una tregua para que pudiese decidir.
 
Lacrimosa
Lacrimosa dies illa
Qua resurget ex favilla
Judicandus homo reus.
 
Huic ergo parce, Deus
Pie Jesu Domine
Dona eis requiem, Amen.
Soy el diablo,
mi demonio.
Soy causante
de mi agobio,
soy respuesta
a mis enojos.
Y aunque los ángeles
bajen y me anuncien
con decoro,
yo he arado mi camino,
he decidido mis vestigios.
Y esas casas
que veía cuando era niño,
los jardines,
las estatuas.
La tarde eterna
en vísperas de lluvia.
Su sombra.
La ventana entreabierta
y los libros sin cubierta.
El sillón marrón
y la lámpara vieja.
No hay nadie adentro,
solo este niño que observa.
Solo este niño que anhela
sus misterios
y todo lo que
esa escena encierra.
Canta el réquiem
en mi esquela,
que llore por mí
quien deba.
La muerte no es santa,
ni yo lo soy.
La muerte tienta.
 
Entonces él habló. Abrió su boca seca en medio de aquel torrencial aguacero, para dejar entrar en ella el agua y su verdad. Quise abrazarle por inercia, pero mi cuerpo no respondió a ningún sentimiento. Hizo una pregunta y yo sabía su respuesta. No. Luego de eso, por fin pude morir.
Amén. 
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«Ruinas» Autoría propia

*Este escrito es la conclusión a la trilogía de historias cortas «Manicomio» y «Lacrimosa«.

Lacrimosa

Dos sujetos de mediana edad, sentados uno frente al otro en un par de sillas viejas de madera. Las sobras de una compra mal hecha. Se miraban y no se decían nada. Habían estado evitando el encuentro. Uno de ellos habló.
 
– ¿Y las palabras?
– Nunca he entendido de razones.
– ¿Me aborreces?
– Amo tus mentiras, nada más.
– Son crueles, lo sé.
– ¿Lo sabes? Y no te duelen.
– Hay muchos escenarios. En realidad son tres. A veces más.
– Sí sobre todo hoy; ya casi es domingo.
– Fue un domingo tu primer crisis, ¿verdad?
– A las cinco. Duró una hora. Desde ese día, todo fue distinto.
– ¿Estás limpio?
– Para nada. Son diez meses de sobriedad. Pero eso no significa que no le extrañe.
Lo sé.
– Fui inocente.
– Tal vez.
– La última vez.
– Sí, me viste feliz. Lo sensiste en los labios.
– En cada beso. En tu humedad.
– Sabía que sería nuestra última noche. Lo sabía tan bien.
– ¿Y por eso fuiste feliz?
– Sí, fui feliz de tenerte. Y porque así te quería recordar, aunque llorara al tenerte de frente en la estación de San Miguel.
– ¿Lo entiendes?
– Nunca lo haré.
– Me iré.
– Lo sé.
– ¿Vos?
– También, que de correr entiendo bien. Huye, que yo también huiré.
– Tengo sueño.
– Perdóname.
– ¿Aunque no te crea?
– Déjame ser.
– Abrázame.
– Es la última vez.
– ¿Un domingo?
– Día de lágrimas.
– ¿Estás limpio?
– Pronto lo estaré.
 
La mañana era turbia, pero el aire la cambió. No estaban allí los dos sujetos, solo uno de ellos, sentado en la misma posición. En frente, sostenía un gran espejo.
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«Quizás hoy sí». Autoría Propia.

Manicomio

Eran si acaso las siete. Aún hacía frío a pesar del sol naciente. La brisa helaba mis rodillas cubiertas por la suave tela. La luz se cuela entre las hojas. Saqué las cartas, ¡oh cuantas eran!. Una por una comencé a leer y a buscar respuestas. Estaban allí todas las señales, todo lo que hace tres días no lograba comprender. Estaba allí plasmado el miedo egoísta; pero también vi dibujados tus ojos y tus manos limpias, vi todo lo que amé desde que te cité aquel Diciembre. En medio de esas hojas amarillas y arrugadas por el tiempo, te tenía de nuevo cerquita, sintiendo tu calor entre mi pecho y mi vientre. Acariciando tu cara y tu pelo. Ya no me dolías. Eras mi momento de lucidez, la elocuencia de mis discursos vencidos, la sonrisa y el llanto mellizos de un mismo ruido: tu nombre. Hace frío en este gran patio. Yo con mi bata blanca y las pastillas de turno, espero a la enfermera y al sacerdote. Pronto será hora de que te olvide, de que me olvide. Pronto será hora de dormirme.

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«Quizás hoy no llueva». Autoría propia. 

Un nuevo día.

Se despertó algo tarde, eran más de las nueve seguramente. Habían sido días agobiantes, el cansancio físico le machacaba su espalda y sentía como si cargara toneladas. Decidió no ir a trabajar. Se quedó sentado por varios minutos a la orilla de su cama, mirando por la ventana. Aquella mañana de Julio que se suponía debía ser tibia y soleada, pintaba gris. Las ramas de un árbol vecino que se asomaban, se balanceaban sin ganas por el aire, oscureciendo sus verdes, no cantaban. Los pajarillos deambulaban sin rumbo ni sentido, como resignadas hojarascas que se arrastran a donde les diga el viento.

Miró sus manos entonces. Miró la marca que había dejado la soga de la noche anterior. Ya no le quemaba, pero el dolor trascendía lo físico y sensorial. Le dolía lo que no se podía tocar, lo que no se podía siquiera explicar. ¿Estaré volviéndome loco? -pensó. Fue al cajón de las pastillas y sacó un par de analgésicos. En su cabeza había más inquilinos de los que podía albergar, la bulla se había vuelto insoportable y ya no sabía cómo actuar. Perdió el control. Por tercera vez, su cuerpo se atrofió. Sus manos se doblaban retorciendo cada músculo. Sus piernas le temblaban bañadas en orín. Caía al suelo mientras sus pulmones desesperaban por una bocanada de aire. Sus ojos derramaban lágrimas de azufre por no poder salvarse.

Cuarenta y siete minutos pasaron. Se encontró de pronto divagando por las calles. Sus lentes oscuros le ocultaba la tragedia a los mortales. Se sentó en el parque en el que solía antes escribir. Donde desde niño se paseaba e imaginaba historias. El mismo lugar que fue testigo de sus derrotas y de sus triunfos. El tiempo se detuvo. Sutilmente se detuvo y todo lo demás se detuvo con él. Fue entonces que tuvo fuerzas de nuevo para ponerse de pie y sujetarse a sí mismo. Tomar su pluma de incoherencias y clavarla en su sien. Gota por gota, se derramaban los recuerdos que tanto amó. Aquello que le dolía también huía de su entorno, se escapaba a la velocidad de un convicto en fuga. Cayó al suelo, sin saber nada más.

Como cuando escribió «A la espera«, se encontró a sí mismo en aquella banca, del mismo parque y con las mismas ansias. Pero ya no había nadie. El desfile de personas y memorias ya no estaba. Ni la niebla, no había nada. Solo una repugnante calma y un silencio ensordecedor. Miró a su alrededor como buscando señales, un motivo, una razón. Yació sentado sin poder movilizarse. Sus piernas se entrecruzaban tal cual nudo y no sucedía nada. De pronto, entre la maleza, sacudióse el arbusto más pequeño, el más obtuso. Salió de él un viento helado, el mismo que le perseguía con y le sacaba de su status quo. Dejó asomar entre sus ramas una silueta particular. Un rostro humano, con la cara cubierta en barbas. Le miraba sin pestañear. Sabía que aquella figura saldría en cualquier momento, a tocar su hombro y desaparecer con el viento, tal cual lo habían hecho todos los demás. Pero antes de que eso sucediera, tiró con todas sus fuerzas para de golpe ponerse de pie.

Sé quien eres. -Le dijo enfadado.

Sé lo que quieres y lo que haces aquí. Sé que vienes a preguntarme cosas, a tocar mi hombro y a huir. Sé lo que pasó hace cinco años, sé que volvió  por ti. Sé de las muertes y los pedazos, sé tanto de ti como lo puedes saber tú de mí. Y eso me hace daño. ¿Sabes que maté a mi hermano? Mientras tú te perdías como duende, yo aprendía a ser humano. Mientras buscabas monedas de oros en bolsillos de extraños, yo comía mi propia mierda. Sabes que me negaste las palabras que yo con respeto albergué. No en vano sembré en tus cabellos la sabia de mi aprecio. Por eso no, ya no. Por eso me marcho con el viento. Por eso decido pararme de nuevo. 

Miraba a la gente revolteándose tal cual palomas. Habían gritos, llantos y sombras. Rodeaban el charco de lo impuro y deplorable, lamentando la vida de alguien que no merecía mencionarle. Mientras tanto él observaba desde la otra esquina, con soberbia y con ira. Se puso su traje y su corbata para ponerse en marcha. Lanzó miradas de desgracia. En sus manos marcó corazas. Se dispuso como un dios, con basta algarabía, a construir un nuevo día.

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«Judas Kiss» hyperrealistic painting by Mike Dargas.

Volver a comenzar: Un soneto de olvidos

Se adelantó el tiempo y un año ha transcurrido desde aquel momento. Sujetó los cordones de sus botas, preparado para enfrentarse al mundo, equipado tan solo con un suspiro gastado y un montón de pensamientos despeinados; era momento de volver a comenzar. No entendía muy bien aún las noches, mucho menos aquellas de brindis y abrazos de ocasión; esas donde algunos seres son queridos solo por obligación.

La euforia le parecía la burla cruel de un ciclo sin sentido, donde la repetición era un mandatorio indiscutible y el desconsuelo tomaba de nuevo su lugar, un lunes a las ocho. Pero antes, mucho antes de que todo eso le agobiase, quiso salir y respirar eso que tantos llamaban un comienzo nuevo, aun cuando la constancia sea imperante y las mentiras propias se disfracen de buenas intenciones. Lo que ayer adornaba el parque en alusión a la armonía, hoy es basura hueca e irrecuperable; incluso las personas se habían vuelto desechables.

Decidió entonces dar vuelta a las miradas, transitar el mundo con fe de erratas y saber que nada llegaría por el milagro de la cordura, que seguir ausente no era tan sano a veces, aunque algunas noches se vuelva necesario. Siguió caminando y siguió mirando. Siguió observando como el viento estaba indeciso de su curso por lo que no se sintió tan único. Lanzó monedas a los mendigos, ellos seguían siempre en el mismo sitio, incluso aquel que una vez fue su amigo, un guerrero de batallas perdidas que soñaba siempre con el saxofón y un blues enardecido; le miró como anunciándole que aún no todo estaba perdido. Irónico o no, fue el más sincero de sus alivios.

Le extrañaba mucho la vida, tal y como la veía. Le parecían tan absurdas las mentiras, pero aun así las vestía como ecos que halagaban el éxito en ojos de terceros, como una fábula de Esopo sin ética ni moraleja, solo con el único designio de ser otra farsa escueta. Sentóse entonces en la misma banca, con las mismas manos y las mismas piernas, con su frente baja y una historia a cuestas, dióse cuenta de que el tiempo pasa y los sentidos se quedan, que el olvido a veces es solo un arma que apuñala la propia espalda. Sacó de su bolsillo una hoja, manchada y arrugada por la lucha de las palabras allí plasmadas; una oda a la inexactitud, al exilio de lo representativo, al enojo de lo pasivo. Un soneto claro y confundido, el suicidio ordinario a lo común, el antídoto de sus castigos.

Un feliz año nuevo en mi piano sin usar
dar final a mis teorías
para decidir cuándo partiría
encontrar una excusa para volver a comenzar. 
 
Redimir ideas locas como río que llega al mar
sin falacias ni fantasías
el don de hallar mi propia melodía
aprendiendo otra vez a caminar. 
 
Encontrar permanencia en lo ocasional
el lugar donde no hay vacíos
y toca la orquesta de mi olvido. 
 
Escuchar renunciar a lo moral
la paz de un silencio sin hastío
el adagio de un adiós concedido.

 

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Este es un relato hermano de «Adagio: El adiós concedido» publicado el 31 de diciembre del 2014, en el espacio Salto al Reverso. 

La espera

Y entonces me senté a la orilla de la acera, con un libro viejo y mi libreta de páginas rotas. Parecía que iba a llover, pero eso no me preocupaba. La gente caminaba por la calle, con la mirada derecha y perdida. Cuántas cosas pasaran por sus cabezas. Yo me quedo allí, aguardando que sean las ocho para verte de nuevo. En la misma esquina donde te esperé aquel domingo, cuando nos fuimos sin rumbo a explorar el mundo y nos encontramos el uno al otro, abrazados, empapados por la lluvia de agosto, viéndonos a los ojos, diciendo tanto y hablando tan poco. El viento frío se anunciaba con gozo. Me froté las manos para recordar las tuyas y escribí uno o dos versos.

Eran ya casi las ocho, la gente se encaminaba en su trillo. Seguían su trazo hacia el nido, tal cual se lo habían definido. Éramos pocos los que nos escapábamos un lunes a ver la noche vestirse de fiesta. Caminé un rato, como quien quiere encontrar algo. Matar el tiempo me había sido siempre un dicho poco grato. ¿Quién mata algo tan preciado? Si cada instante contigo cuenta, si cada respiro me trae de vuelta a aquella noche en esa ciudad de cuerdas, donde nos colgamos de cabeza para entendernos, nos quedamos viendo y nos quedamos dormidos, después de haber obtenido lo mejor de nosotros mismos.

Piel con piel, pecho con pecho, sudando juntos como quien recorre el mundo, a pie, sin mapa, descalzo, apreciando las siestas y olvidando rencores, retrayéndose en la carne de su amante para sentirse importante, cada que el reflejo en sus ojos le parece fascinante. Tenerse así cerquita, tranquilos, dibujando siluetas en las sombras y soñando con esto no se acabe, ni que se derrame la gota. Me daba cuenta mientras recordaba, que te quise y te quiero ahora. Aquí mientras espero, por fuera de estos edificios de antaño a que vengas, a que traigas tus brazos abiertos y una sonrisa sincera; aquí mientras se me agita la circulación por tan solo imaginar tu presencia. Aquí mientras soy yo entre tanta esquela.

Son más de las ocho y aún no vienes. Las últimas tiendas cierran y la calle se torna desierta. El tren apaga su marcha y cierra sus puertas. Tú no has bajado y yo sigo en la espera. Yo no pierdo la fe de que aparezcas, sé que vendrás tal y como lo prometiste hace años cuando te vi partir; cuando me prometiste volver cada día veinte del quinto mes. Así te he esperado y te seguiré esperando, pues con nadie he sido tan feliz y desgraciado, todo a la vez, en una mezcla extraña de sentimientos encontrados.

Fuiste en mí lo dulce y lo salado. Lo prohibido y lo sagrado. Lo que más en esta vida he apreciado. Fuiste tanto y fuimos nada, heme aquí a la espera de una promesa ingrata que no se cumple ni se percata que la esperanza es ciega y mojigata. Bien sabe cuales son sus cartas y el daño que le acecha, pero aquí se queda junto a mí, pasadas las ocho en la misma escena. Esperando que algún día vuelvas y te detengas, a dejarme libre de estas cadenas, a besarme una última vez y soltar mis penas. Aquí te esperaré oh amor mío, hasta que mi luz la apague tu vela.

Efecto Golondrina

Se posaba contra la pared en un mar de extraños. Llevaba consigo un libro viejo y desgastado, se aferraba a él como si fuese lo único que tuviese en su vida. Eran casi las cuatro y él seguía allí, como esperando algo que jamás llegaría, pues no había un plan previo o siquiera una intención, era tan solo ese momento a solas que llegaba cada que lo permitiese la ocasión.

Se había dado cuenta de lo que la temporalidad hacía en él y en otros. Le amaba con la misma avidez con la que le despreciaba, sobre todo por aquellas golondrinas que se habían posado en sus hombros para contarle los más salvajes secretos del mundo. Con ellos había escrito mil historias y cien canciones, aún cuando ninguna la cantase más que para sí mismo. Les había dedicado tanta vida, que se le desgarraban sus mejillas con lágrimas de navaja en cada vuelo. Les extrañaba sí, pero entendía también como todo en este vida zarpa, incluso sin un aviso.

No había quien entendiese la razón de su sitio, lo que significaba aquel libro o la corriente hora que se repetía cada día con los mismos hitos. Eran tan solo él y el olvido, creía que era aquel quizás, su único antídoto. ‘Se muere uno un tanto más con cada despedida’, solía decirle su abuelo, que irónicamente falleció de un infarto, en el último viaje de despedida que realizaba el tren en la central San Antonio antes de su demolición. Tal vez a aquel viejo hablador y mujeriego, ya se le habían agotado sus cuotas de adiós.

‘A veces migramos de personas o de contextos’, pensó. ‘A veces lo hacemos porque lo dicta la naturaleza o el tiempo. Otra veces por decisión propia, pues hasta la seta más dócil se puede volver tóxica a quien la coma; hay ocasiones en que la mejor decisión es dejar que la serpiente se trague su veneno sola, gota por gota. Pero también hay migraciones de desconsuelo, de palabras que flotan, acciones que asoman su raíz. Ahí es cuando se parte sin decir palabra alguna, la ausencia es más sabia y habla por los sin boca, aunque sea difícil interpretarla’.

El viento frío llegaba, sus manos lo podían percibir. Un invierno anticipado se anunciaba con algarabía y él sabía que ello implicaba una ola de melancolía, furia de conspiraciones suicidas. Pero de allí no se movía, como si de eso dependiese la permanencia que sabía que no le pertenecía; su último grito ahogado de desesperación por migrar también con ellas, aún cuando no se dirigiese donde todas iban, al menos sería el minúsculo esfuerzo de su mutación.

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Fotografía «Diario». Autoría propia para concluir el escrito al que acompaña. 

Remedios para quien no quiere olvidar

Tan torpe fue ella, como lo fui yo. Por estar tomando notas en mi último libro, no me percaté que solo me había cobrado el café y no los bocadillos. Estaba ya a cinco cuadras del lugar, pero decidí devolverme. Sabía que al final del día sería a ella a quien le cobrarían esos cuantos pesos de más, por un simple descuido de ambos.

Allí estaba yo de nuevo en aquella vieja esquina de Antioquia, en un café que ni su nombre recuerdo, pero que marcó en mi vida, uno de mis más importantes encuentros. Esperaba el cambio en el vestíbulo principal. Los meseros caminaban apresurados, atravesando al tiempo y su propio espacio. Los clientes se dividían según un estatus de compañía extraño, pero compartían algo en común, no se miraban.

Fue aquel minúsculo detalle el que me hizo mirar más allá de mi nariz, permitiéndome descubrir que el pasado acompañaba mi sombra y se asomaba en mi espalda, sin saber siquiera reconocer mi rostro a través de mi barba llena de canas. Ni mi mirada sería capaz ya de gritarle quien era yo. Mi nombre no era algo que en su vida perturbara, como quizás el suyo si aturdiera la mía.

Le volví a ver directamente. Nervioso y taciturno, decidí clavar mi curiosidad en aquel pintoresco retrato. Una familia de cuatro, un niño en brazos y una pequeña que se escondía bajo la mesa. Un matrimonio como de los que “dios manda” dirían los viejos de aquel gremio al que yo claramente no pertenecía. Hace mucho que dejé de creer en dios. O al menos solamente decidí ignorar los actos más banales que a él me uniesen. Preferí verlo como un compañero de copas con quien discutía sobre Éluard, Lautréamont y Tzara. Si alguna vez existió, siempre creí que debió haber vivido la mayor parte de su tiempo en Montparnasse, pintando rameras y fingiendo odiar el vino burgués.

No me reconoció. Sabía que no lo haría, pero guardaba esa pizca de esperanza y que pudiese ver en mi cara la vida que adopté estos últimos veinte años. Mis golpes y tropiezos, mis triunfos más siniestros. Deseaba en el alma restregarle lo disímil de nuestros destinos, pues al final, era ese mi único éxito declarado; renunciar a ser quien pude ser a su lado. Mis libros, los encuentros eróticos en Praga, mi detención en Tupiza y los abortos de Sara. No me arrepentía de nada, más que de recordarle. No repensé otra decisión, más que mirarle. No quise ser nunca otro, más aquel quien se excitaba al ver el sudor recorrer su cuerpo, quien se reía con sus bromas tontas o quien le deseó mediocridad por no querer desearle el mal. Nunca quise ser otro y eso me quedó claro aquella tarde, pero coño, como me duele saberle vulnerablemente cerca.

Tomé mi cambio y salí de allí lo más rápido que pude. Debí tropezar con los pies mal puestos de algún estúpido niño. La tarde era impecable y el viento se encargaba de acomodarme en la cabeza tanto escenario fantasma que había despeinado aquella trampa. Pues sí, fue una trampa de la que ingenuamente fui preso por necedad. Por negarme a matarle en mis recuerdos. Tomé un taxi en la avenida seis, aún debía regresar al hotel, empacar mis maletas y tachar del mapa otro sitio al que no debería jamás volver.

Photography by Brooke Shaden.

Photography by Brooke Shaden.

Lo que no sabía de Rafael.

Me asomé a su habitación a preguntarle si ya estaba listo. Se ajustaba su corbatín azul mientras alguien más lustraba sus zapatos. Me quedé observándole por la hendija de la puerta en el más sospechoso de los silencios, disfrutando el nerviosismo que sudaba en cada oración que dejaba sin terminar; él sabía que era su elección, ese era el día, pero se aferraba a las circunstancias que para él trazaron y decidió ceder a la moral.

Toqué la puerta como quien va llegando, de reojo pude ver su sobresalto.
– ¿Quién es? – dijo con voz temblorosa.
– Soy yo Ricardo, vengo a despedirme.
– Pasá hombre, estoy afinando los últimos detalles – decía mientras intentaba sonar menos nervioso.

Entré contagiado de sus ansias y podría decir que mi piel morena se puso pálida para emparejarme con la suya. Él me miraba inocentemente, clamando ayuda, algo que le fuese útil para abandonar aquel momento al que se había condenado a sí mismo días atrás. Me tomó de los brazos y me abrazo con fiereza, casi como se aferra el feto a la vida que conoce en el vientre de su madre. Me sujetó llorando, cansado y sobre todo asustado. Me sorprendí a mi mismo al encontrarme allí, tosco, zafio, erguido como si fuese yo la representación fastuosa de la inercia; es cierto, aún no le había perdonado.

Él se separó de mí sintiendo con dolor mi fría respuesta. Me miró sollozando aún en búsqueda de alguna señal de empatía, era incapaz de descifrar lo que mi rostro le externaba con la aridez misma del desierto donde una vez coincidimos y me salvó la vida. No habían palabras que pudiesen romper aquel silencio impetuoso, hasta que de pronto, su hija Renata llegó corriendo a abrazarnos, a besar nuestras frentes con cruel dulzura, de esa que mata lentamente.

– Ya es hora – nos dijo mirándonos a ambos con una tranquilidad desconcertante.
– Cuídala, cuídala como a tu vida y no reflejes en ella lo que alguna vez fui – me dijo ya sin miedo y decidido a su rumbo.
– Lo haré sin duda porque así le juré a Raquel el día de nuestra despedida, cobarde.

Eran las catorce horas de un 10 de diciembre. Viajaba en el tren de siempre y una jarra con chocolates en mi regazo. Recuerdo que nevaba despavoridamente, no se veía nada por la ventana. Llevaba el leve retraso de trece minutos cuando sonó el teléfono.

– Rafael ha muerto – dijo la suave voz del otro lado; – El jurista te espera en su despacho, hay muchas cosas que arreglar.

Debía haberme quedado paralizado unos instantes, pues cuando me di cuenta estaba en la última estación, dos después de la que debía bajarme. Tomé mi abrigo y sacudía la nieve que aún cargaba; di dos pasos antes de encontrarme con él y decirle: “cinco días fue muy poco, lo tuyo no fue más que un suicidio”.

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Imagen por la fotógrafa polaca americana, Eva Rubinstein.