Estoy harta, harta de que todos quieran decirme cómo debo esperar mi muerte, es algo tan mío y por obra de caridades y lástimas ajenas, se ha vuelto un tipo de interés colectivo. Pero es que ni de niña pudieron decirme qué hacer; ya no hay respeto para una mujer mayor dispuesta a aceptar su destino, a morir con la misma dignidad y autosuficiencia, con la que intentó sobrevivir en ese tramo tan ridículo que se encuentra entre el nacimiento y la muerte.
Llevo planeando esto desde hace dos meses. Sé que este debe ser el cómo, sé que hoy debe ser el cuándo y sé aquí debe ser el dónde. Sé que quiero que en mi lecho se toque en el viejo tornamesa, mi canción favorita para partidas: ‘Dance Me to the End of Love’ de Madeleine Peyroux. ¡Oh sí exquisita! Todo estaba listo.
Antier atendí a la persona que comprará mi casa a los abogados. Una joven artista, llena de vida, con la mirada algo hueca, pero al menos, me da la seguridad de que le inyectará un poco de vida a este barrio.
Así somos en el sur, un montón de ancianillas tercas que nos apoderamos de los barrios que suponemos tranquilos, nada más que para fingir que ya estamos muertas. ¡Aquí nunca pasa nada!. Lo más extraordinario que el destino nos regaló para amenizar el té de las cuatro, fue la vez en que la vecina del 4A se cayó por las escaleras derramando todas sus compras en la acera. Para sorpresa de todas las que nos acercamos a ayudar, en medio de los abarrotes se encontraban notoriamente decoradas, tres cajas de condones. Fue el chisme por casi mes y medio, lastimosamente la vecina jamás volvió del hospital. A nuestras edades esas caídas son fulminantes, no hay parte de nuestro cuerpo que no esté estrenada y por tanto, de alguna u otra forma remendada. Siempre me solía preguntar ¿sería esa una muerte digna? Quizás no fue el acto más triunfal para un final, pero por lo menos se coronó como la reina de las jocosidades, misterio que hasta la fecha, se enterró junto con los secretos de su pelvis.
Ojalá la vida me regalará en estos últimos días, emociones como las que tuve a mis diecinueve. Las escapadas de la facultad para ir a marchar contra la represión del gobierno, las luchas contra el patriarcado que seguían fomentando las élites, las veces en que alcé la voz contra los profesores que no me creían capaz de nada y por supuesto, las revolcadas que me di con quien se llegó a convertir en mi compañero de vida. Si hubiese sabido que la muerte lo seduciría primero a él, lo hubiese colgado de los huevos al muy bastardo. Ningún hombre que me hiciera algún desplante salía bien librado, solo este infeliz que se fue sin siquiera dejarme cachetearlo por apresurado. Como lo extraño.
Por eso y muchas cosas más, es que he decido darle fin a mi vida como yo quiero. No le daré el gusto a esta estúpida enfermedad de verme decaída, demacrada e impotente. Ahora que aún corre suficiente sangre por mis venas, me aprovecharé de ella para que transporten los ingredientes de mi fatídico final, el día, la hora y el lugar que yo decidí y no donde a la perra muerte se le ocurra por el capricho que le confiere su posición de privilegio.
Lo más curioso de todo este asunto, es que quienes se ponen en mi contra, ¡son un montón de extraños!. Inmundas criaturas que creen que pueden opinar por mí, como si fueran ellos los que se van a morir. Nunca tuve hijos, siempre fui de las que pensó en que si no se tiene casta de madre, mejor no parir. Disfruté mi vida y mi útero para muchas otras cosas, menos para lo que mis profesores me exigían que fuera. Incluso mi padre, ¡oh ilusos!, me reí de ellos en su propio rostro.
Mi hermana si llegó a ceder ante la tradición, ella siempre fue mucho más tradicionalista, tal vez por eso me costó tanto quererla. Su hijo Roberto, se convirtió con los años en mi pequeño cómplice de discursos, visitándome más seguido de lo que probablemente mi hermana le permitía. Pero aquí estaba siempre, admirando mi colección de vinilos y ansioso de escuchar de mi, la lectura de las páginas que nos faltaban para terminar Mrs. Dalloway. Un chiquillo hermoso, tímido, pensante, pero contaminado por las ideas de su madre. Paradójicamente, la vida nos dejó solos a los dos, sin parientes ni nada que se le pareciera. Sí, sus padres, mi viejo bastardo y muchas personas más, oriundas de Benítez, fallecieron aquel dieciocho de enero cuando atacaron los militares de Usuro. Roberto y yo estábamos en ese momento en la biblioteca central buscando nuevos números de la revista sociedades. Fuimos resguardados hasta que el alboroto pasó. Salimos del lugar sin heridas físicas claro está, pero bombardeados por dentro y más derrumbados que las casas viejas de aquel lugar. Nunca volvimos a ser los mismos y en vez de que las tragedia nos uniera, nos separó.
Pero él regresó, regresó tan solo para darme su abrazo aprobatorio, me conocía y sabía que mi decisión tenía sentido, él siempre me entendió. Lo sujeté tan fuerte, al punto de sentir que mis últimos soplos de vida se aferraban a su torso fuerte. Tenía tanto que decirle, tantas bofetadas atrasadas, por haberse comprometido sin avisarme, pero sobre todo, por haberlo hecho con alguien que no ama.
Oh sí lo recuerdo, recuerdo muy bien su cumpleaños veintidós. Su novia le planeó uno de esos festines como de películas superficiales, pero él no aparecía por ninguna parte. Yo sabía donde encontrarlo, así que decidí ir por él para que no comenzara un drama innecesario. Justo allá por los callejones del final de la avenida, se encontraba Roberto, apasionadamente besando a alguien más, bueno y no sólo eso, besando a otro hombre. Nunca hablamos sobre eso, aunque sé muy bien que él me vio allí aquella noche; incluso me mencionó su nombre una vez, “Antonio se llama” se dejó decir. Fue lo único que supe y posiblemente, lo único que debía saber.
Ahora que lo veo aquí conmigo, sonriendo, bien peinadito y arreglado como un muñeco de caja, no puedo hacer nada más que derramar lágrimas, dicen que así es una forma de tatuar recuerdos en el alma y su rostro sin duda, era una de esas imágenes que anhelaba con todo mi ser guardar por una eternidad. Lo sujeté fuerte, mirando por la ventana una última vez a aquel viejo barrio con un aire anglosajón. No hablamos, solo nos miramos y el me tocaba las arrugas con tanto amor. En todo este proceso fue el único momento en que flaqueé y quise vivir otra vez. Pero en medio de esos segundos que parecieron eternos, el timbre sonó más sombrío que de costumbre. El doctor ya estaba aquí.
Imagen «Sin Esperanza» por Frida Kahlo, 1945.